jueves, junio 19, 2008

El repartidor de cuentos

Se levantó temprano. Era uno de esos días que necesitaba hacer más trabajo del habitual. En todas las empresas hay dos grupos de personas: los que colaboran y los que no. En la empresa de Juan, había muchos que no colaboraban y él era uno de los que colaboraba.

Le tocaba remar a menudo para conseguir que el departamento siguiera... Normalmente entraba a las ocho y se iba a casa pasadas las siete. Después de un pequeño descanso para calentar la tartera con algún guiso de la noche anterior que se comía pensando en la hora de salir. De volver a casa con su perro y con sus libros. Sus únicos compañeros.

No había tenido suerte con las chicas. Nunca conoció a la que le hiciera salir de su timidez crónica. Hijo único de unos padres mayores, no había muchas referencias en la gran ciudad con quien pasar el rato. Tenía un viejo amigo de la infancia que se había quedado en aquel pueblo de Toledo en el colmado de sus padres.

Sus días pasaban entre el trabajo y los libros. Por la mañana y por la tarde era un administrativo ejemplar, por la noche se entregaba a descubrir cuentos hindúes, árabes, sudamericanos...

Mientras se acercaba a su citroen saxo azul, pensaba en el duro día que le esperaba. No porque le pesase en el ánimo, sino por organizar qué haría primero, cuánto tiempo le llevaría cada tarea y cómo debería estar todo al irse.

Cruzó el paso de cebra, sacando las llaves del bolsillo y vio que en el limpiaparabrisas estaba la habitual publicidad: gimnasio y telechino.

El gimnasio le parecía algo cansino donde exhibirse. Un día se acercó hasta la puerta y la simple idea de verse rodeado de gente sudando le causó rubor.

El telechino era aún peor. Sin saber nada más allá de los rollitos de primavera y el cerdo agridulce, toda esa comida le parecía pura grasa insustancial que le salía más cara que las lentejas y los asados que su madré le había enseñado a hacer.

Su eficiencia natural para los trabajos repetitivos y la costumbre habían mecanizado el acto de levantar suavemente el limpiaparabrisas con la mano derecha y coger la publicidad con la izquierda. Depués de mirar a ambos lados, lo siguiente que hacía era depositarla en otro coche para hacer doble impacto. Era su pequeño momento de rebeldía. Eso era todo lo que tenía de antisistema.

Aquella mañana, cuando llevaba la publicidad del telechino y del gimnasio en la mano, descubrió dos papeles nuevos: uno de expertos en plagas de cucarachas. "Que se lo manden al ayuntamiento", se dijo entre dientes. Y otro extraño verde. Un sobre con un número escrito a mano: 23.

Antes de nada, con los papeles en la mano, abrió el sobre. Encontró un pequeño cuento. Muy breve. Evocador. La sorpresa por el hallazgo y la calidad del cuento le animaron especialmente.

Se metió en su coche y se fue a trabajar con una sonrisa.

(continuará)

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